Por Miguel Cruchaga
Corrían los últimos años de la década de los 50 cuando la arquitectura moderna empezaba a ponerse interesante. La evolución de Lima ayudaba a que ello ocurriera pues la ciudad crecía más ordenadamente y la mayor parte de la nueva arquitectura tenía cierta calidad. Hablo de los años de la expansión a Monterrico y La Molina, en los que aparecieron las primeras casas de Miguel Rodrigo Mazuré: unos volúmenes alargados de trazo limpio, que parecían fusionar las ideas californianas de Richard Neutra con la soltura y voluptuosidad de las obras de Oscar Niemeyer. Los proyectos de Rodrigo –como también los de Manuel Villarán y Fernando de Osma- introdujeron en Lima una arquitectura iluminada que consolidó el modernismo que Luis Miro Quesada y la Agrupación Espacio venían auspiciando desde la década anterior.
Terminado el primer año de arquitectura, me ofrecí como dibujante en su oficina. Conocí a un hombre sencillo y de pocas palabras, que diseñaba cada proyecto con mucho rigor y preparaba cada presentación como si se tratara de una exposición de arte: los dibujos en tinta china parecían grabados exquisitos y los planos generales coloridas composiciones inspiradas por Mondrián. A ratos el deleite que acreditaban sus dibujos parecía un fin en sí mismo, tal era la pasión con que Rodrigo los graficaba. Unos años antes, había ganado un premio en un concurso europeo de muebles y los dibujos de esa competencia permitían apreciar la excelencia de sus presentaciones hechas a mano. Mies Van der Rohe había dicho que “Dios está en los detalles” y Rodrigo se había propuesto cumplirlo. Pero mayor impacto todavía le había producido la mágica afirmación de Platón: “La belleza es el resplandor de la verdad”.
Implicaba que el proyecto necesitaba ser veraz si pretendía acercarse a ser bello. Probablemente debido a esta sentencia, Rodrigo Mazuré profundizó en muchos aspectos complementarios de la arquitectura; el comportamiento estructural, por ejemplo, y también las posibilidades de las nuevas tecnologías del concreto armado y el cristal. Motivado por esas inquietudes llegó a plasmar algunos de los edificios más notables de la época: el del Banco del Progreso (posteriormente Banco de la Nación, en la avenida Abancay), el edificio “El Carmen” en la esquina de las avenidas Benavides y La Paz, en Miraflores, la agencia del Banco Hipotecario en Larco y Benavides –hoy día grotescamente enmascarado por el disfraz de un casino. También la monumental sucursal del mismo banco en la plaza Saenz Peña del Callao. Explicaba esos proyectos con pasión, haciendo hincapié en la manera en que había concebido su trama estructural para resaltar como ella equilibra y distribuye las cargas, como un sistema de ríos y afluentes que descargan finalmente en el terreno.
Decidimos asociarnos a inicios de 1970, para competir en el concurso del Ministerio de Pesquería –tarea que compartimos con Emilio Soyer. Ganar esa competencia nos permitió proyectar y dirigir la ejecución del actual Ministerio de Cultura. Fue una experiencia inolvidable en la que aprendimos mucho, consolidamos una profunda amistad nacida de la admiración y me regaló la oportunidad de conocer la medida en que se complementaban Judith Pérez Aranibar y él, en lo que constituía un matrimonio muy inspirador. Después vino el concurso para el Hotel de la Isla Estevez en Puno (que actualmente forma parte de la cadena Libertador) y que añadió a la intensa experiencia de esos años, un contacto directo con la fuerza y la fragilidad de la realidad provinciana. Fue en esa época que la Asociación de Arquitectos Norteamericanos (AIA) decidió otorgarle un premio especial por un proyecto anterior: El Centro de Esparcimiento de la Guardia Civil en Ñaña. Viajó a los EE UU a recibir la distinción y decidió quedarse a trabajar allá por unos años.
Tiempo después nos volvimos a encontrar. Los años habían incrementado sus atributos: añadía ahora a su proverbial entusiasmo e inagotable capacidad de trabajo, mayor locuacidad y un chispeante sentido del humor; como si la distancia hubiera potenciado su empatía y desterrado el hermetismo de su antigua timidez. Se incorporó a la enseñanza universitaria dirigiendo talleres de diseño y seminarios de urbanismo. Fue un conferencista muy solicitado y estimulante. Compartía con alegría y generosidad el vasto legado de su experiencia, con el creciente número de estudiantes de arquitectura que descubrieron su vocación, alentados probablemente por la seducción de su ejemplo y de sus obras.